jueves, 10 de marzo de 2011

De Vuelta a Casa

Nabalé despertó entre las calientes pieles que le servían de cama. Su pierna había mejorado mucho y podía incluso dar pequeños paseos.
Con la historia que le había contado su misterioso cuidador se le habían hecho cortos los días que llevaba en aquel lugar, pero la preocupación por su hermana Sheret iba en aumento. Había llegado el momento de volver a su Castro.
—¿Qué tal te has despertado hoy, Nabalé? —le preguntó la figura que acababa de traspasar la entrada de la cueva, llevando entre los brazos unos pedazos de leña para el fuego.
—¡Bien! Creo que ya puedo marcharme. Quiero ver a mi hermana y contarle a nuestro jefe lo que nos ocurrió. Por cierto, aún no me has dicho tu nombre.
El gigante, que permanecía de espaldas a Nabalé preparando el fuego, se volvió y su rostro la sorprendió. Se había cortado el pelo, lavado y rasurado las barbas, sus gruesos labios, hasta ahora escondidos, otorgaban armonía a su rostro. Parecía otra persona...
—Mi nombre es Noblo.
—Noblo —repitió confusa Nabalé—, ¿entonces tú…eres?
—Sí —le respondió—, yo soy uno de los Draymas que Shane mando fuera de Tarsis para proteger las formulas, y el zurrón que tú conseguis¬te salvar pertenecía a Acrón, que era el segundo de los Draymas, lo que significa que Sibilé, que era el primero, debe de haber muerto también y ahora… ¡Me estarán buscando a mí!
»Te acompañaré hasta tu Castro y continuaré hasta encontrar a Senúl, ya que soy el único que conoce su paradero. Si logro encontrarlo con vida, seguiremos hasta reunirnos todos y regresar juntos a Tarsis.
»Lo que no comprendo, es por qué precisamente ahora, después de tres años, vienen a matarnos. Algo terrible debe de haber ocurrido en la ciudad. Mañana saldremos hacia tu casa y podrás reunirte con los tuyos.
A la mañana siguiente, Nabalé no reconocía a Noblo, se había vestido con una magnifica túnica de color verde, e iba cubierto con una capa de color marrón sujeta al cuellos por un broche de alabastro. Su presencia era magnifica, pues la altura de Noblo, unida a sus ojos grises, le daban un porte «druídico».
Bajaron por una senda hasta enlazar con un camino que, dijo Noblo, los llevaría hasta su Castro.
La mañana era plomiza, con esa falta de luz que da a los árboles «el aspec¬to de la añoranza». Siguieron caminando todo el día, y a la caída de la tarde divisaron una pequeña montaña que a Nabalé le resultó familiar.
—¡Allí, allí! —gritó Nabalé señalando la montaña—, detrás está mi Cas¬tro y espero que también mi hermana.
Aligeraron el paso con las fuerzas que otorga la proximidad del destino. Estaba deseando llegar, pero a la vez un nudo en el pecho la ahogaba, ante la posibilidad de no encontrar a su hermana.
El primero que alcanzó la pequeña cima fue Noblo, que se detuvo, in-tentando ver el poblado de Nabalé, pero por más que se esforzaba, no conseguía distinguir nada. Una espesa neblina se lo impedía. Ni siquiera se vislumbraban las luces de las hogueras que habitualmente encendían cuan¬do la niebla era espesa, para que quien hubiera salido encontrara el Castro.
—¡No se ve nada! —Comentó Nabalé—. Y estoy segura de que estamos muy cerca, que raro… ni siquiera se ven los fuegos.
—No te preocupes —la tranquilizó Noblo—, las distancias en el campo son engañosas, y la niebla nos impide ver nada a pocos pasos.
El impulso con el que subieron se apagó en la bajada. Nabalé estaba cada vez más preocupada, pues ya empezaba a distinguirse el muro que rodeaba el Castro, pero no era capaz de percibir el más mínimo ruido.
A medida que se acercaban, sus peores temores empezaban a hacerse realidad y pudo comprobar con sus propios ojos la desolación que allí rei¬naba. Las puertas de entrada al Castro estaban totalmente destrozadas. Al atravesarlas, un horrible espectáculo se mostró ante ellos.
El lugar parecía totalmente quemado. De las casas apenas quedaban los restos de los muros, los cuerpos de personas y animales muertos, rezuma¬ban un olor insoportable. El panorama que contemplaban era desolador.
Nabalé corrió hacia lo que quedaba de la casa de sus abuelos. Las lágri¬mas habían empezado a deslizarse por sus mejillas y, al entrar, se tapó el rostro con las manos cuando descubrió entre el montón de ruina, los restos de lo que un día habían sido sus abuelos.
Intentando mantener la calma empezó a buscar a su hermana. Fue un alivio momentáneo el no encontrarla allí. Corrió de casa en casa con la esperanza de encontrar a alguien con vida. Ni siquiera se percataba de sus gritos y lamentos, estaba totalmente poseída por una angustia que la im¬pedía incluso respirar.
Noblo se quedó en el centro de lo que había sido un Castro lleno de vida, pero que ahora se había convertido en la morada del silencio. Nabalé se dejó caer en el suelo embarrado y se acurrucó formando un ovillo.
Noblo se acercó hasta ella, para consolarla y tratar de infundirle algo de ánimos, pero ella no quería saber nada del mundo. Ese mundo que en los últimos días le había robado a todos cuantos quería: su madre, sus abuelos, y pensaba que también su hermana. ¡Estaba sola!
—¡Nabalé! ¿Eres tú? —Noblo se giró y vio acercarse a tres personas que habían salido de una de las casas quemadas.
Nabalé dejó de llorar al instante y se frotó los ojos para limpiarse las lágrimas, que la impedían ver con claridad. La voz le resultó familiar, la reconoció enseguida. Era la voz de Drum, su amigo pastor, y venía acom-pañado de Thas y Shet, los hermanos gemelos, llevando entre sus brazos a Colmi.
Se levantó rápidamente para dirigirse a su encuentro. La esperanza volvió a renacer en ella. Si sus amigos habían logrado sobrevivir, quizás su herma¬na también lo hubiera conseguido.
Los cuatro se abrazaron con efusividad, como si hiciera una vida que no se hubieran visto.
—¿Sabes algo de Sheret? —preguntó nerviosa Nabalé a Drum, que negó con la cabeza.
—¡Nosotros sí la hemos visto! —contestaron Thas y Shet al unísono.
—¿Dónde? ¿Está viva? —inquirió Nabalé, impaciente por la respuesta.
—No lo sabemos —le contestó Shet—. Al separarnos aquella mañana en la que ibais con Crénam al bosque, nos marchamos a cazar conejos con Colmi y llegamos a los altos prados, desde donde se divisa todo el valle. Vimos a lo lejos un gran número de gentes a caballo y a pie. Thas quería verlos más de cerca y bajamos corriendo hasta el arroyo. Al llegar, Colmi se puso muy nervioso y se escondió en mi capucha.
—Se escondió en la mía —le corrigió Thas.
—¡Sí, pero por que le llevabas tú! —puntualizó Shet.
—¡Continúa! —le apremió Nabalé.
—Nos escondimos también nosotros y vimos pasar corriendo a una ma¬nada de lobos que corría detrás de alguien. Al poco tiempo, pasaron los hombres a pie y a caballo. Tenían un aspecto terrible... Sobre todo el más alto, parecía muy furioso.
—Como Thas se asustó...
—Y tú también —le volvió a interrumpir Thas.
—¡Sí! ... pero menos que tú.
—¿Queréis continuar? ¡Me estáis poniendo nerviosa! —les recriminó Nabalé. —¿Dónde viste a mi hermana?
—Pues… como nos asustamos, salimos corriendo hacia el Castro, pero al llegar a la alameda donde empieza la colina del Castro, volvimos a ver a aquellos hombres. El de mayor altura, hablaba de una forma muy rara y les decía algo a dos de ellos que se desviaron del camino.
Pasaron cerca de donde estábamos. ¡Tan cerca que pudimos ver perfectamente cómo el primero de ellos delante de la silla llevaba a Sheret!
—¿Estaba viva? —preguntó angustiada Nabalé.
—Parecía dormida, pero al fijarme vi que se movía. Pienso que se la llevaban prisionera —le respondió Shet—, no creo que llegara a vernos.
—¿Te das cuenta Noblo? ¡Está viva! —la voz de Nabalé había adquirido un tono más alegre.
—Al menos lo estaba cuando la vieron tus amigos... —dijo Noblo acer-cándose a los cuatro.
Thas y Shet, se quedaron paralizados al ver acercarse a aquel gigante, con la mirada fija en el medallón que le servía para sujetar la capa.
Los dos niños empezaron a retroceder, asustados, con la cara pálida y los ojos muy abiertos. Al darse cuenta de ello, Nabalé los miró extrañada, pues no entendía lo que les pasaba.
—¿Qué os ocurre? —preguntó.
—Es que... él —balbuceaba Shet—. Había un hombre que estaba al lado del más alto, que llevaba el mismo medallón.
—¿Seguro? —inquirió Noblo acercándose a los niños— ¡Quiero que lo miréis detenidamente! ¡Acercaos!
Pero los pequeños no tenían la menor intención de acercarse a aquel hombre. ¡Estaban paralizados!
—No tengáis miedo —les dijo intentando tranquilizarlos Nabalé—. Me ha salvado la vida, podéis confiar en él.
Los niños se iban acercando despacito hacia Noblo para observar el bro¬che más detenidamente.
—¡Sí! —aseveró Shet—, ¡es el mismo! Recuerdo la serpiente que me impresionó muchísimo.
—¿Ocurre algo, Noblo? —le preguntó Nabalé, al comprobar el gesto de preocupación de su amigo.
—Verás, Nabalé... Éste broche sólo le puede pertenecer a un Drayma, lo que significa que uno de los autores de esta masacre… ¡Lo es!
—¿No ha quedado nadie más con vida? —preguntó Nabalé a los tres niños. Quienes bajaron la cabeza en señal de respuesta.
—Nosotros nos escapamos porque no estábamos dentro del Castro, pero no ha quedado nadie más. Cuando volvimos ya no quedaba nadie con vida —sollozaba Thes.
—¿Y tú, Drum? ¿No viste lo que ocurrió?
—¡Sí que lo vi! Desde la colina de las moras, dijo señalando una colina a la derecha del Castro. Estaba cuidando del ganado, cuando noté que Piya se ponía muy nerviosa. Quería volar y no dejaba de darme golpes con las alas. De repente, vi a lo lejos como se acercaba una multitud de hombres a caballo seguida de otros a pie.
»Venían gritando y rompieron las puertas sin dificultad, ya que la gente estaba desprevenida, ni siquiera se pudieron defender. Yo… tenía miedo de bajar, tenía mucho miedo —. No pudo continuar hablando, porque estalló en sollozos. Era verdaderamente doloroso contemplar a aquel niño con aspecto de hombre, llorar a lágrima viva.
Nabalé se acercó hasta él, abrazándolo para consolarlo, no se atrevía a preguntarle por Piya, pues quizás también la hubieran matado. Y su sola mención pondría aún más triste a su amigo.
Un chillido agudo rompió aquel momento. Al mirar al cielo, Nabalé se llevó la única alegría de aquel día. Piya, el halcón hembra que ella había criado, la saludaba desde las alturas.
Drum también observaba el fabuloso vuelo del ave, sacó un gigantesco guante de cuero de su zurrón, colocándoselo en su mano derecha, y con un silbido muy peculiar, atrajo la atención de Piya, que se dejó caer en picado, hasta aterrizar suavemente en el guante de Drum.
Piya se dejaba acariciar, estaba acostumbrada a la gente, incluso Noblo se atrevió a tocarla. El único que permanecía escondido entre las ropas de Thas era Colmi.
—Y… ¿cómo habéis sobrevivido hasta ahora? —preguntó Noblo.
—Colmi nos ha ayudado mucho —respondió Thas, mientras acariciaba el lomo de la pequeña comadreja—. Ha cazado varios conejos y alguna serpiente. Drum los cocinaba.
—Piya también ha colaborado, no nos han faltado palomas ni otro tipo de aves, aunque tú sabes, Nabalé, que su especialidad son las liebres. ¿Ver¬dad Piya? —Mientras Drum la hablaba, el ave efectuó uno movimientos con la cabeza arriba y abajo, como si de verdad entendiera las palabras del pastor. Los cuatro echaron a reír. Incluso asomó una sonrisa a la cara de Noblo.
—¿Dónde habéis dormido? —dijo Nabalé al grupo.
—En la única casa que no quemaron: ¡La casa del Gran-Dru! —respon¬dió Shet—. Al principio nos daba miedo dormir allí, pues era un lugar prohibido, pero después de dormir tres noches en las chozas que fabricaba Drum, decidimos que no había nada malo en usar este lugar, Ya que al Gran-Dru se lo llevaron prisionero...
—¡Prisionero! —se sobresaltó Nabalé—. ¿Qué le ha ocurrido a Drago?
—¡Yo no lo vi! —respondió Shet asustado—, a nosotros nos lo contó Drum.
—Como ya os dije, lo vi todo desde allí arriba. Lo primero que hicie¬ron al entrar, además de matar a los pocos centinelas, fue buscar a Drago, nuestro Gran-Dru. Cuando lo tuvieron maniatado, empezaron a quemar las casas y matar a todo el mundo…
Drum, tuvo que hacer un esfuerzo para continuar, pues los hechos eran demasiado recientes y al recordarlos sentía su impotencia al no haber podi¬do socorrer a los suyos, aunque de haberlo hecho, sin duda ahora no estaría pensando en ello. Sin cabeza es difícil pensar...
Continuó hablando, intentando desatar el nudo de su garganta.
—Entonces… vi como lo sacaban por la puerta casi a rastras. No se atrevieron a matarlo, ni siquiera quemaron su casa. ¡Son tan valientes que tiene miedo de un anciano!
—Hace ya más de dos semanas que ocurrió eso —pensó Noblo—. Drum, ¿Sabes qué dirección tomaron?
—Se fueron hacia los glaciares, en dirección a Abilia.
—¿Pero Abilia es un Castro grande, verdad? Ahí debe de vivir mucha gente, ¿crees que también lo atacaron? —preguntaba Nabalé a Noblo, a quien creía en posesión de todas las respuestas.
—¡No lo creo! —respondió Noblo con seguridad—, por lo que me ha¬béis contado, podrían ser 40 ó 50 hombres. Suficientes para destruir este Castro, pero serían necesarios muchos más para atacar Abilia. Estoy casi seguro, de que se dirigían a Tarsis. Pero… ¿cómo es posible que el rey no esté al corriente de estos asaltos?
—Quizás el rey haya muerto —fue el comentario de Nabalé.
—¡Espero que te equivoques! —en las palabras de Noblo estaban implí-citos sus temores.
Entraron en el hogar del Druida, era un sitio prohibido en cualquier otro momento, pero las circunstancias no les dejaban alternativa. El dormir sin un techo en aquellos lugares, por muy acostumbrados que estuvieran al clima, era un reclamo irresistible para la enfermedad del frío y la tos que, en algunos casos, impedía incluso respirar.
Hicieron fuego y Drum preparó un conejo y dos palomas que habían cazado por la mañana. Lo compartieron todo. Y, aunque cocinar no era lo que mejor sabía hacer Drum, comieron con voraz apetito, más alegres por la compañía que por la calidad de la cocina.
A Nabalé le costaba dormir. Tenía la mirada perdida pensando en el gran cambio que había dado su vida. Ella, que se quejaba de no poder ser dueña de su destino, de que siempre fuera su madre la que le dijera lo que podía y lo que no podía hacer, renegando constantemente por no tener la libertad de decidir sobre su persona...
Y, sin embargo, ahora lo hubiera dado todo por obedecer una orden de su madre. Por oír los reproches de su hermana pero, sobre todo, por volver a sentir, aunque sólo fuera una vez más, ese beso de Crénam cuando ya estaba en la cama, deseándola que durmiera bien, ese beso que ella tanto despreciaba por considerar que su madre seguía tratándola como una niña.
Escondió la cara entre sus hombros, para evitar que la vieran llorar… El cansancio la rindió y por fin pudo quedarse dormida, acurrucada entre las pocas pieles que habían podido rescatar.
El frescor del amanecer despertó a Nabalé. Al mirar a su alrededor vio aún dormidos a los gemelos. Unos pequeños ojos asomaban entre sus ro¬pas, Colmi también se había despertado. Piya se encontraba en una de las vigas del armazón del tejado. Nabalé se acercó hasta ella y la cogió, retiran¬do la capucha que tenía en la cabeza. Cogió un trozo de los despojos del conejo de la cena y se lo acercó hasta el pico.
Con una suavidad extrema, Piya enganchó el apetitoso bocado y se lo tragó emitiendo un chillido de agradecimiento que despertó a todos.
Noblo había salido a por leña para preparar alguna infusión matinal, y en esos momentos entraba con ella entre los brazos. Drum se acercó rápidamente para ayudarle, retirándole parte del peso, y colocando la leña entre las piedras que servían de hogar.
Mientras se tomaban la infusión que había preparado Noblo, la conver-sación fue escasa, más bien nula. Ninguno tenía ganas de hablar, como si estuvieran presos de sus pensamientos.
—¿Cómo puedo llegar a Tarsis, Noblo? —fue Nabalé quien rompió el silencio.
Noblo la miró de manera compasiva, pues conocía las dificultades que encerraba aquella pregunta.
—Llegar allí no sería muy difícil —le contestó—, sólo tendrías que ca¬minar durante un mes hacia el sur, o conseguir embarcarte en alguna de las naves que allí se dirijiese, pero antes deberías llegar al Tarsi, el gran río de las dos bocas, por el que navegan gran cantidad de embarcaciones de todo tipo. Lo difícil sería salir... Algo terrible debe estar sucediendo en la capital para que un Drayma se atreva a atacar a otros pueblos sin importarle las consecuencias. Estoy seguro de que debe haber disturbios. ¡Te sería impo-sible encontrar a tu hermana!
—¡Pero mi hermana está allí! ¡Tú mismo me lo has dicho! —le interrum¬pió Nabalé.
—Yo no te dije eso —respondió Noblo de manera airada—. Tan sólo indiqué que se dirigirían allí, por la dirección que Drum nos dijo que tomaron.
—Entonces —gimió Nabalé—, ¿qué puedo hacer? ¡Necesito encontrar a mi hermana, saber que está viva! Que no ha sufrido ningún daño…
—¿Y vosotros? —les preguntó Noblo a los demás—, ¿no tenéis familia en otros Castros?
Los niños negaron con la cabeza.
—Yo sólo tengo a Piya —dijo Drum.
—Y nosotros a Colmi —decían Thas y Shet señalando a su mascota—, y también a Nabalé, ¿porque tú nos cuidarás, verdad? —le pedía Thas, poniendo ojitos de niño bueno.
Nabalé sabía que aquellos niños no tardarían en caer en algún tipo de peligro, eran demasiado pequeños para vivir solos, aunque tuvieran la ines-timable ayuda de Colmillos.
Pensaba que incluso ella era demasiado joven para cuidarse sóla, pero la confianza que debía darles fue superior a su miedo.
—Podéis venir conmigo, ya encontraremos a alguien que pueda cuida¬ros.
—¡Nos cuidarás tú! —puntualizó Thas.
—Claro —les respondió para tranquilizarlos, aunque en el fondo duda¬ba de poder cuidarse ella misma.
Nabalé también quería conocer los planes de su amigo:
—¿Y tú, Drum, que harás?
—Pues no lo sé —contestó Drum apesadumbrado—. No me queda nin¬guna familia, ni tampoco ovejas que cuidar. Sólo tengo a Piya, y creo que le gustaría ir a donde tú fueras…
—¡No debéis ir solos a Tarsis! —les aconsejó Noblo—. Y yo… en estos momentos no os puedo acompañar, he de partir hacia el Norte en busca de mi amigo Senúl. Será un largo viaje, pero debemos de reunirnos todos y volver a Tarsis juntos. Así no habrá peligro de que nos hagan nada.
—¿Y cómo pretendes atravesar tú solo el territorio de los kaltoi vestido de esa manera? —dijo Nabalé señalando su túnica verde.
—Sortearé todos los Castros que hay hasta donde me dirijo. —La voz de Noblo al pronunciar estas palabras era serena—. Procuraré andar por las sendas de montaña.
—Pero incluso en la montaña hay Castros —le recordó Nabalé—, y es¬toy segura de que algún pastor podría verte, y a tus perseguidores les sería muy fácil seguir tu pista. —¡Tengo una idea! —y levantándose se dirigió hacia un cesto que había en aquel lugar «tan especial». Retiró su tapa de mimbre y extrajo una túnica de un paño finísimo al tacto. Era de color blanco. El color que distinguía a los Gran-Dru, los «máximos conocedores del roble».
Aunque su Castro era muy pequeño, tenían la suerte de que allí había nacido Drago, aunque en determinados momentos del año se desplazaba para realizar ciertos ritos y ceremonias. Lo cierto es que pasaba la mayor parte del tiempo en el lugar donde nació.
Al entregársela a Noblo, éste se quedó maravillado de encontrar entre tanta ruina, un paño tan bien trabajado como esa túnica. Lo cogió y al notar su suave tacto apreció aún más su valor.
—Pero —titubeó—, esto es excesivo. No tengo la suficiente sabiduría para llevar esta túnica. No me corresponde tan alto honor. ¿Y si me cruzo con un Druida verdadero? ¡Me podrían matar por usurpar un puesto que no me corresponde!
—¡Esta túnica será tu protección! —le tranquilizó Nabalé—. Solamente otro Druida con el mismo rango se atrevería a hablarte sin que le hubieras preguntado. Y Drago tiene el más alto rango, es un Gran-Dru. En verano hay continuas ceremonias de Druidas en el claro del robledal, vienen desde lejanos lugares para que Drago oficie como Maestro de Ritos.
—Estoy seguro de que me descubrirán —se lamentaba Noblo—, no conozco bien las costumbres de los Kaltoi. Prefiero llevar mis ropas aun a riesgo de que me descubran los asesinos de Acros, y posiblemente también de Sibilé.
—¡No te descubrirán! Nosotros te ayudaremos a atravesar el territorio Kaltoi protegido por esta túnica blanca, para reunir a tus compañeros. Y a cambio tú me llevaras a Tarsis para reunirme con mi hermana.
Noblo sopesaba la situación, por un lado estaba la ventaja de viajar con personas pertenecientes al mismo pueblo que se atraviesa, y respecto a la túnica era cierto que nadie osaba hablar con otra persona de rango supe¬rior. Al menos en Tarsis.
Pero también, el viajar con niños tan pequeños como los gemelos, le podría suponer mucho retraso, aunque fueran niños que estuvieran todo el día corriendo de un lado a otro.
Al percibir la duda en los ojos de Noblo, Nabalé hizo con la cabeza una señal al resto del grupo, para que la acompañaran a la salida, y así dejarle solo, para que se cambiara de túnica.
Esperaron fuera la decisión de Noblo, que no tardó demasiado en apa¬recer por la puerta vestido con… ¡la túnica blanca! Su aspecto era el de un auténtico Gran-Dru. El gris de sus ojos acrecentaba su nueva identidad.
El grupo se quedó emocionado al sentirse ante la presencia de un auten¬tico «túnica blanca». Nabalé estaba segura de que con ese aspecto y con su ayuda, no tendrían ningún problema en el viaje.
—¡Estás magnifico! —exclamaron los gemelos.
—De verdad que estás esplendido, te pareces a Drago, pero un poco más joven —apostilló Drum.
Noblo estaba azorado por la situación. Tenía los sentimientos enfrenta¬dos. El simple hecho de llevar la túnica le daba un aplomo y una seguridad que hacía mucho que no sentía, pero le intranquilizaba poder ser descu¬bierto.
En Tartess, quien fuera sorprendido llevando puesta una túnica de Drayma sin haber hecho méritos para conseguirla, era ejecutado al amanecer del día siguiente sin ningún tipo de juicio. Y la muerte que se reservaba para ellos era terrible. Se les tumbaba en medio del patio de ar¬mas de palacio, y cada una de sus extremidades era atada a un caballo, que se colocaban en cuatro direcciones diferentes. A una señal del rey, cuatro verdugos fustigan los caballos que, al salir corriendo, se llevan consigo los miembros separados del cuerpo del usurpador. Esperaba que los Kaltoi fueran más civilizados respecto a los castigos…
—¡Sólo te falta esto! —Nabalé le ofreció el zurrón que usaba Drago—. Es mejor dejar aquí los otros zurrones. Con esos llamarías mucho la aten¬ción.
Noblo sacó los pergaminos y objetos que llevaba guardados y los cambió al nuevo zurrón. Introdujo también su broche, pues la capa que usaría a partir de ahora se sujetaba con una fíbula de doble cierre, muy parecida a su broche, pero con la forma de un caballo.
—¿Habéis cogido todo lo que necesitáis? —les recordó Noblo. Thas y Shet miraron a Colmillos mientras Drum acariciaba a Piya. Nabalé abra¬zaba una pequeña manta de lana, y el arco con el que tantas tardes había practicado.
—Sí —respondió Nabalé—. ¡Estamos preparados!



Iniciaron el camino de bajada, Thas y Shet iban delante, seguidos de Drum. Piya volaba trazando grandes círculos sobre sus cabezas, Nabalé se quedó un poco retrasada, al lado de Noblo.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Noblo?
—Claro que sí. ¿Qué te inquieta?
—Veras… Antes, al cambiar las cosas de zurrón, me he fijado en una pequeña ánfora que parecía de ámbar.
—Te refieres a esto —contestó Noblo, mostrando a Nabalé lo que pare¬cía una pequeña ánfora de color azul con un diminuto tapón de corcho.
—¡Sí, eso es! Pero nunca había visto ámbar de ese color.
—¡Porque no es ámbar! —la informó Noblo—. Se llama Cristal.
—¿Cristraaal? —repitió Nabalé trabándosele la lengua.
—Cristal —la corrigió—. Como puedes comprobar, la decía mientras agitaba el frasco frente a sus ojos, se puede ver el líquido que hay en su interior.
—¡Es verdad! —comprobó emocionada Nabalé— ¡Se puede ver el inte¬rior! ¿Y qué es ese líquido?
—Verás, Nabalé, cuando se consigue llegar a Drayma, según nuestros meritos se nos concede una de las pócimas de Habis, el rey que descubrió la agricultura atando dos bueyes a un arado. Cada Drayma posee una pócima diferente y ninguno conoce las pócimas de los demás. Solamente Shane, el Drayma Mayor, tiene conocimiento de ellas, y el libro donde están escritas, llamado Kalder.
—¿Y cuál es el poder de tu pócima? —preguntó Nabalé, cada vez más interesada.
—Si me prometes guardar el secreto… te lo diré.
Nabalé se apresuró a hacerle la promesa. Su curiosidad le hubiera hecho prometer cualquier cosa. —Esta pócima se llama «Afos», y todo aquel que la tome al la luz del día, podrá imitar cualquier sonido que conozca. El efecto dura 24 horas, pero si se toma cuando reina la luna, se quedará sin poder hablar durante todo un día.
—Vaya —dijo sorprendida Nabalé—. ¿Y para qué quieres imitar los so-nidos? No le veo ninguna utilidad.
—Quién sabe, Nabalé, quién sabe...
Nabalé no podía apartar de su mente a Sheret. ¿Seguiría viva? No per¬dería la esperanza de encontrarla pero Noblo tenía razón. No podía ir ella sola, tendría que esperar a que estuvieran todos los Draymas reunidos para poder llegar a Tarsis con un mínimo de garantías.
Jamás se había separado tanto tiempo de su hermana. Aunque sus dispu¬tas fueran constantes, añoraba aquellas discusiones por cualquier tontería...
Su mente no podía ni siquiera imaginar que aquello que constituía su vida, algo que se da por supuesto que es sólido, pudiera derrumbarse en tan poco tiempo. Añoraba la monotonía que antes tanto odiaba.
Ahora estaba a punto de iniciar un inmenso viaje, nunca antes había viajado tan lejos, la verdad es que jamás se había alejado demasiado de su pequeño Castro, excepto cuando volvió con su madre de Halstat.
En primer lugar perdió a su padre, al que ni siquiera recordaba, pues desapareció cuando aún no tenía dos años. No terminaba de creerse que hubiera muerto en una partida de caza, pues había algunos detalles que no encajaban. Por ejemplo, el animal que lo mató.
Cuando era pequeña y empezó a hacer preguntas sobre su padre, Crénam la contó que había sido un jabalí herido, pero lo curioso es que cuando le llegó el turno de hacer preguntas a Sheret, el jabalí se había convertido en un oso...
No quiso indagar demasiado porque a su madre la resultaba doloroso hablar de esa época de su vida y ella no quería verla sufrir, así que sencilla¬mente era un tema del que no se hablaba.
En el fondo pensaba que su padre, por algún motivo que ella no entendía, seguramente seguiría viviendo en Halstat y... quizás tuviera otra familia...
Cualquiera de las dos opciones la atormentaba. Si en realidad su padre había muerto... significaba que jamás podría verlo. Se negaba a aceptar esa idea, pues si en algún momento necesitaba de un padre, era ahora... Pero... ¿y si no hubiera muerto? Esa opción, aunque más deseable, era más dolo¬rosa, ya que representaba un abandono por su parte. Y si las abandonó, era porque no las quería...
¿Qué era mejor? ¿Tener la certeza de que había muerto queriéndolas, o saber que vive, pero que renunció a vivir con ellas?



Siguiendo el pequeño Dur, tuvieron que sortear varios poblados que se encontraban a sus orillas. Un grupo tan heterogéneo llamaría muchísimo la atención.
El alimento durante el viaje no supondría ningún problema. Tenían los ríos para pescar ricos salmones y truchas. Piya había sido entrenada para capturar peces, desde las alturas oteaba a la trucha o salmón, daba una vuelta de reconocimiento y, cuando observaba que el pez se acercaba lo suficiente a la superficie del agua, se lanzaba en picado. Al llegar a un pal¬mo del agua, desplegaba las alas y atrapaba al salmón, que era su preferido por su mayor tamaño y porque como recompensa Drum le dejaba que se comiera la cabeza.
Thas y Shet contribuían con conejos, que conseguían gracias a Colmi. El procedimiento era tan simple como efectivo: buscaban una madrigue¬ra, que siempre tenía varias entradas distanciadas entre sí, delante de la entrada principal dejaban a Colmi y ellos se colocaban en las otras salidas. Tapándolas con un saco abierto.
Cuando estaban preparados, Shet silbaba a Thas y éste emitía un curioso chasquido con la lengua. Esa era la señal para que Colmi penetrara en la madriguera.
No sabían si era por el olor o por el sonido, pero los conejos detectaban inmediatamente la presencia de la comadreja... el pánico era general, la lucha por salir de aquel agujero ante la presencia del depredador nublaba los sentidos de los conejos. Era tal su ansia por escapar que caían irreme-diablemente en los sacos de Thas y Shet.
Por su parte, Noblo recolectaba todo tipo de plantas y semillas, algunas comestibles, otras medicinales, pero todas útiles.
Caminaban a buen paso pues abundaban las sendas, tanto las hechas por el hombre, como las que usaban los animales en sus desplazamientos. Estas últimas eran las que usarían con más frecuencia, por tratarse de las más solitarias.
Un sinfín de aromas flotaba en el aire. Nabalé disfrutaba de los lugares por los que pasaban, pero... no de una manera plena. Cuando veía algo asombroso o demasiado bello para ser real, como una montaña nevada, un árbol gigante, o el remanso de un arroyo formado entre las piedras... tenía el impulso de volverse para enseñárselo a Sheret, pero antes de iniciar el giro, se daba cuenta de que Sheret no estaba allí...
Al anochecer encontraron un castaño gigante cuyo interior estaba com-pletamente hueco, incluso había crecido la hierba. Había suficiente espacio para todos y aún sobraba. Una pequeña abertura les permitió el paso hacia dentro. En el centro de aquel gigante se sintieron abrazados por las paredes del tronco.
Aquella noche Nabalé estaba muy pensativa. Sentada frente al fuego, lo miraba fijamente, mientras removía las ascuas con una vara de avellano...
Abrió su zurrón, que le servía como mochila, pues se lo colgaba a la es-palda, y sacó algo parecido a una flauta, pero mucho más fino y con sólo tres agujeros.
Era más fino que su dedo pequeño y tan largo como su mano abierta. Noblo, que estaba a su lado, miró sorprendido, pues le pareció que aquella flauta estaba hecha con ámbar, un material muy valioso y traído desde muy lejos. Además, para tallar un objeto de ese tamaño el trozo de ámbar debería haber sido muy largo...
—¿Puedo verla? —le preguntó Noblo dirigiendo su mirada hacia la flauta.
Nabalé, saliendo de su aislamiento se la entregó.
Noblo no salía de su asombro. Al tenerla entre sus manos, pudo compro¬bar que aquella talla tan perfecta, hecha de una sola pieza, era verdadera¬mente ámbar. Nunca había tenido entre sus manos un objeto tan delicado. Y lo curioso es que tenía solamente tres agujeros...
Se la llevó a la boca y sopló. Se extrañó que la flauta no emitiera nin¬gún sonido, volvió a soplar, obteniendo el mismo resultado. Thas y Shet se habían quedado dormidos hacía rato, pero de repente se despertaron sobresaltados.
—Hemos oído la flauta de Drago —dijo Thas somnoliento.
—Sí —corroboró Shet mientras se frotaba los ojos.
—¿Cómo es posible? —se preguntaba Noblo—. Yo no he oído nada...
Volvió a soplar la flauta, pero esta vez de manera más potente. Mientras que en los demás no parecía surtir ningún efecto, los gemelos se tapaban los oídos, asustados por el sonido de aquella flauta.
—¡No soples más! —le pidió Nabalé—. Es una flauta que solamente pueden oír los niños.
Noblo estaba desconcertado ante las cualidades de aquel objeto. ¿Sería verdad que sólo lo podían escuchar los niños?
—Esta flauta pertenece a nuestro Gran-Dru, la recogí de su hogar, no quería que se perdiera pues me trae muchos recuerdos —dijo Nabalé con nostalgia... Drago la usaba para llamarnos. Muchas tardes se colocaba fren¬te a su hogar y hacía sonar la flauta varias veces, el número de sonidos variaba de una vez a otra...
»Cuando oíamos la flauta contábamos el número de veces que la había hecho sonar. Drago nos esperaba en su puerta y, para comprobar que real-mente la habíamos oído, teníamos que tirar de su túnica tantas veces como la hubiera hecho sonar.
»Cuando estábamos todos dentro, cerraba la puerta para que nadie más pudiera entrar. Entonces empezaba la verdadera magia. Las historias que nos contaba cada tarde eran tan maravillosas que todos teníamos miedo a que llegara el día en que no pudiéramos escuchar «La Llamada de Nesis». Así era como Drago llamaba a la flauta.
—¿Nesis? —comentó Noblo, que seguía impresionado por aquella flau¬ta diminuta.
—Sí —respondió Nabalé—. Nesis es la diosa de las leyendas... desde tiempos inmemoriales se encargaba de hacer sonar la flauta y reunir a cuantos niños hubiera por los alrededores, para relatarles las más bellas fábulas y cuentos, consiguiendo despertar su imaginación.
La población fue creciendo gracias a la abundancia de plantas y animales, pero los niños vivían cada vez más distantes del lago en que habitaba Nesis.
Muchos no habían podido oír nunca el sonido de la flauta, por vivir demasiado lejos...
Para poner fin a esa injusticia, Nesis mandó llamar a todos los Druidas existentes en ese momento. Solamente siete de ellos fueron elegidos para ser educados por la diosa. Su labor consistiría en difundir por todo el mun¬do los relatos y leyendas que les serían revelados por Nesis.
Les enseñaba por separado. Nunca repetía la misma historia a dos Drui¬das, así se aseguraba que todos contaran leyendas diferentes.
Cuando los encontró preparados. Hizo fabricar siete flautas iguales a la suya, y le entregó una a cada Druida, con la obligación de usarla cada vez que llegasen a un Castro. Debían permanecer al menos tres días en cada lugar que visitasen. Si bien, es cierto que los Druidas no vivían en un sitio determinado durante todo el año, pues solían desplazarse a los sitios más inverosímiles, como cavernas, lagos, o simplemente claros en el bosque, para realizar gran variedad de ritos...
Los Castros, además de habilitar una morada para su Druida, también solían proveer de un lugar especial a cualquier Druida de mayor rango que pudiera visitarles. Sobre todo si se trataba de un «túnica blanca».
La visita de un Gran-Dru, que era como los llamaban, era acogida como un privilegio por el Castro. Era todo un honor recibir a un personaje tan importante. Pero en especial serían los niños los verdaderos beneficiarios de esa visita...
Nesis dictó órdenes de que a partir de aquel momento todo Druida que quisiera ser investido Gran-Dru, debería pasar una temporada en el lago, para recibir sus enseñanzas. Hizo fabricar siete túnicas blancas con la lana más fina conocida, traída desde lejanas montañas, arrancadas del vientre de unas cabras que son capaces de vivir en la nieve gracias a esa lana. Fue poniéndoselas a medida que los vio preparados. Desde entonces, sólo se consideran verdaderos Gran-Dru quienes poseen la túnica blanca, pues procede de las manos de Nesis.
Noblo miró asustado la túnica que llevaba puesta.
—¿Quieres decir que ésta...?
—¡No! Ja, ja, ja —rió Nabalé ante el gesto de terror de Noblo—. Ésa se la regaló el jefe el invierno pasado, pero casi no la usaba.
—Menos mal... temía que... bueno... nada —balbuceó Noblo.
—Debes quedarte con la Llamada de Nesis —dijo Nabalé señalando la flauta.
—¿Yo? ¿Por qué? —la propuesta cogió sorprendido a Noblo.
—Pues porque si nos cruzamos con algún pueblo, podrás eludir cual¬quier tipo de ceremonia delegando en el Druida local. Lo que de nin¬guna manera puedes hacer —le decía Nabalé, señalándolo con su dedo índice—, repito, lo que nunca puedes hacer es marcharte sin contar las leyendas. No creerían que fueses un Gran-Dru de verdad, y te usarían en el primer plenilunio... como sacrificio.
—Y... ¿qué tipo de leyendas debo de contar?
—La primera norma del «nido», así llamaba Drago al lugar en el que relataba sus fábulas, es no contar ninguna de las historias que allí se escu-chen. Si alguien lo hacía era expulsado inmediatamente.
—Pero... tú ya no podías entrar —replicó Noblo—. No tienes que pre-ocuparte por la expulsión.
—Estoy segura de que si llega el momento, sabrás lo que hacer. —Y sin más comentarios se tiró sobre un montón de hierba que había juntado has¬ta formar un «confortable camastro». Se tapó con su pequeña manta, pues aunque el abrazo protector del castaño impedía entrar al aire, la claridad de la noche y la buena visión de las estrellas presagiaban una noche fresca.
Nabalé aún tardó un rato en quedarse dormida. Seguía pensando en la seguridad con que Noblo dijo que ella ya no podía entrar. ¿Tanto había cambiado? Aún recordaba el último invierno, cuando cada vez le costaba más poder oír la llamada... Tuvo que desplegar su inventiva y usar varios trucos.
Uno de ellos consistía en permanecer relativamente cerca del nido, pero incluso ahí, llegó un momento en que ni siquiera permaneciendo cerca lo podía oír.
También se fijaba en el movimiento de los demás niños, sobre todo de su hermana que, en un principio, si estaban juntas le hacía una seña con la cabeza de la manera más natural.
Hasta que un día Drago, al descubrir la maniobra, la reprendió. Le dijo que nadie podía avisar a nadie.
Sheret se dio cuenta de las dificultades de su hermana y, aunque no la avisaba directamente, cuando oía la flauta, golpeaba en el suelo con su cal-zado, como si se estuviera despegando el barro, tantas veces como hubiera sonado. Hasta un día en el que Sheret estuvo enferma y no pudo tirar de la túnica blanca. Drago se quedó mirándola y, dibujando una sonrisa en su rostro, cerró las puertas... que ya no volverían a abrirse para ella.



La oscuridad de aquel lugar no era nada comparada con la humedad que allí existía. Las mazmorras de palacio no tenían fama por su comodidad, pero aquella en especial era la más profunda, había que atravesar tres puer¬tas flanqueadas por guardias para llegar hasta ella, y sólo se usaba en oca¬siones especiales y para personajes singulares. Shane y el Sembrador de dudas lo eran...
Sánora no se había atrevido a matarlos por temor a sus posibles poderes, pero hacía más de un mes que permanecían allí encerrados. No eran los únicos, otros quince Draymas permanecían encadenados en una mazmo¬rra contigua.
Cuando Sánora se hizo cargo del gobierno tras la extraña muerte del rey, que fue encontrado en su cama con los ojos abiertos y un extraño punto rojo en la nuca, que pasó desapercibido para todos excepto para Shane, quería a toda costa los secretos traídos por los Draymas.
Ante la negativa de estos a desvelarlos, les quitó los alfileres para abrir la caja de la corona, pero su sorpresa fue mayúscula al desenvolver el perga¬mino y descubrir que no había nada en su interior, ni rastro de las fórmu¬las. Su furia fue tan grande que mandó encarcelarlos a todos.
Shane estaba relativamente tranquilo, pues pensaba que los pergaminos estaban custodiados fuera del alcance de Sánora. Él era el único que cono¬cía el paradero de Sibilé, que era el primero al que debían encontrar.
Pero Sánora tenía dos infiltrados entre los Draymas, sobre todo uno cu¬yas ansias de poder sólo eran comparables a las suyas propias. Su nombre era… Sibilé.

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